DIPUTADO DE ALDF: ADOLFO ORIVE BELLINGER. |
Queremos penetrar hondo, hacia el interior del tema que se trata: de la ciudadanía; de sus raíces profundas.
Adolfo Orive
Hace décadas, Guillermo Bonfil Batalla —antropólogo
mexicano— habló de un México profundo: de una civilización negada; de
una crisis económica e intelectual; desempleo, desmotivación social y
de los indígenas mesoamericanos. Ahora, el término que lo abarca todo
es el de la ciudadanía profunda: una categoría socioeconómica, política
y cultural negada por las instituciones que la ahogan y los sujetos
que deciden desde esas instituciones.
Queremos penetrar hondo,
hacia el interior del tema que se trata: de la ciudadanía; de sus
raíces profundas, de lo que tiene grande en relación con la economía,
con la política, con lo social y lo cultural. Queremos no detenernos en
la superficie de la coyuntura periodística; pretendemos llegar a lo
íntimo, a lo medular, a lo que se oculta a la simple vista. Porque un
país que requiere de análisis no se puede tejer de nota en nota.
Desde
hace más de dos mil años, los griegos nos enseñaron que ciudadano era
aquel que se ocupaba con gusto de los asuntos públicos de su ciudad;
ahora, su nación. Y asuntos públicos no solamente son aquellos que
tienen que ver con lo político; porque lo público y lo político no son
exclusividad del Estado, como pretende el pensamiento liberal ramplón.
La economía también es asunto público, aunque la propiedad de las
empresas sea privada: de su crecimiento depende la generación de empleo
y el mejoramiento del nivel de vida de la gente. Por eso la economía
es política; aunque los economistas y políticos neoliberales quieran
blindar la economía de la política.
Lo social y cultural también
son espacios públicos: la individualización extrema —promovida como
valor por instituciones de educación privada y el duopolio televisivo—
destruye el tejido social, las redes tradicionales de solidaridad y
hasta la misma identidad nacional. Sólo con política y actividad
pública los ciudadanos pueden revertir este proceso.
Los
problemas que aquejan profundamente a la ciudadanía tienen que ver, sí
con el Estado, pero también con la economía, la educación, la cultura y
todo lo que atañe al ser social que es un ciudadano. En México, desde
hace más de tres décadas, se han construido instituciones para la
democracia representativa, la economía de libre mercado, la educación
privada, los medios de comunicación masiva e información, que día con
día constriñen nuestro desarrollo como ciudadanos: empequeñecen
nuestras participaciones, las silencian y hasta nos clientelizan y nos
hacen apáticos. Impiden, de hecho, que desarrollemos nuestras
capacidades para ejercer una ciudadanía plena que nos permita ocuparnos
de los asuntos públicos, para que realmente podamos ser sujetos de la
historia.
Veamos la política. Las reformas del sistema político
electoral, iniciadas en 1977 y concluidas en 1996, crearon
instituciones que definen una democracia representativa, sustentada en
un sistema competitivo de partidos. Lo hicieron con la concepción
acuñada por los primeros liberales, los de la Inglaterra del siglo
XVII, que seguros de sus capacidades sólo requerían las libertades
llamadas negativas, es decir, que el Estado no interviniera en el
ejercicio de sus capacidades.
Los políticos mexicanos olvidaron
que —dada nuestra historia— la inmensa mayoría de los ciudadanos de
este país, no tenían las capacidades requeridas para ejercer su
ciudadanía plena —alimentación, salud, educación e información
suficientes, ni tampoco organización social autónoma— y, como
resultado, tenemos ahora lo que Schumpeter llamó una
competencia oligárquica de partidos. No tenemos una democracia, que
quiere decir poder del pueblo. Tenemos una república oligárquica de
partidos.
En la economía llamada de libre mercado, la que rige
nuestro país desde hace más de un cuarto de siglo, sucedió lo mismo.
Los políticos y los grandes empresarios que se unieron para imponer el
neoliberalismo, también supusieron que los centenares de miles de
micro, pequeños y medianos empresarios —los que generaban 80% del
empleo del país— tenían la capacidad innata de que, una vez abiertas
las fronteras a las mercancías y los capitales, podían salir airosos en
la competencia global. El resultado ha sido su aniquilación y la
reducción del mercado interno. Al margen de las grandes empresas
nacionales y transnacionales, la existencia actual de centenares de
miles de empresas consiste básicamente en su sobrevivencia a diferentes
niveles de ingreso. Escribir sobre ciudadanía profunda, es también
escribir sobre estos ciudadanos de la economía —emprendedores, técnicos
y trabajadores—, a quienes las instituciones de los llamados mercados
libres, han reducido a su mínima expresión, dejando como únicos
sujetos del destino económico de México a los muy pocos empresarios
gigantes, es decir, a los dueños de los oligopolios de las diversas
ramas de la economía.
Y en lo social, las instituciones
neoliberales —al privatizarse— están impidiendo que millones de jóvenes
se puedan capacitar en una escuela o en el trabajo y, por lo tanto, se
rompa el tejido social, la movilidad social y las expectativas
sociales, dejándolos a disposición de la emigración y el crimen
organizado; impidiendo, con todo esto, que puedan desarrollar
plenamente su ciudadanía
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